XABIER SAENZ DE GORBEA
Historiador y crítico del arte.
"Mapeando" rostros
Pintar es como mirar. Supone tener que tomar decisiones y llevar a cabo un ejercicio físico, sensorial, mental y psíquico. Hay que elegir qué y cómo hacerlo, igual que al observar debe situarse ante los interrogantes que la obra introduce delante de la vista. A un color le continúa otro y tras la primera capa se produce la siguiente.
Un proceso de trasparentes ocultamientos y de ir alumbrando instantes, viendo la superposición y la colocación de unos tonos y otros. Es lo que ocurre en la obra de Barbara Stammel (1960) que muestra el devenir y el tránsito. El descubrimiento que permeabiliza la acumulación. La resistencia al paso del tiempo. Una suma de medios que evoca la realización e invita a revivir el proceso.
Stammel realiza en 1993 un curso en Arteleku y vive desde 1995 en Getaria. La creadora alemana trabaja obsesivamente con su cuerpo y evoca drásticamente el cuerpo de seres inconcretos que habitan en el ductus de lo pictórico y en el aliento de una expresión contundente y energética. Asume el aliento de la distorsión y pinta obsesivamente una serie de cabezas que miran frontalmente.
En esencia toda obra de arte tiene algo de autorretrato pues ofrece una perspectiva de quien la ha ideado y pintado. Lugar común que en el caso de la creadora alemana tiene visos de certidumbre. Sin embargo, los rostros que pinta no representan a personas concretas que tengan nombres y apellidos, sino que son la consecuencia del diálogo de la autora con la realidad y la ficción, la representación y el gesto pictórico.
Y sobre todo ofrecen un perenne diálogo entre lo que se manifiesta al exterior y lo que se puede percibir del interior. Un tipo de trabajo cuyo género comienza en 1992. Desde entonces pintar caras ha sido su temática.
Otros muchos creadores se han centrado en la experiencia de su imagen. Sin ir muy lejos ahí está el pulso con y contra el tiempo de Roman Opalka (1931) que no cesa de captarse fotográficamente al acabar sus cuadros. Gesto conceptual que siempre tiene las mismas condiciones y deja el poso evolutivo de la fisicidad. Quien también lo realiza es Esther Ferrer que crea su Libro de las caras, unas dualidades de sí misma que revelan el año transcurrido.
Para Stammel, cada cabeza se convierte en personaje a tratar y con la que convivir misteriosamente. Nada de acercamiento íntimo y delicado. Todas ellas son inusualmente enormes. No son más grandes porque la autora utiliza las medidas de sus brazos para poder abarcarlos y trasladarlos mejor. Pese a su tamaño no se pierde en detalles y sintetiza. El fondo es uniforme y se concentra en las tensiones y pulsiones de la materia. Pinta unos seres cuyas proporciones son unas seis veces mayores que las naturales. Son rostros que miran y rostros que vemos. Uno no sabe si son o existen, pero sentimos su delirante proximidad.
Zambullidos por sus rotundas evidencias, proponen el clamor de sus enigmas y la interrogación de unos límites corporales cuyo escaparate apenas contiene el esplendor de la materia y se abisma en psíquicas descargas. Productos de una voluntad, cuyo destino se antoja delirante, obsesivo y penetrante. Cuanto más tiempo se esté delante de estas miradas, más se ve y mejor se profundiza. Unas preocupaciones que salen al exterior con violencia inquietante y con la tranquila pasividad de unos cuerpos carentes de movimiento.
Silencios repletos de estruendos cromáticos que ofrecen la pulsión de unas manchas cuyos gestos tienen la virtud de mapear los intersticios salvajes de cada retrato. Se aproximan los unos a los otros. Sin embargo, no son uniformes, sino que ofrecen la posibilidad de prolongar la percepción captando sus diferencias.
La deformación y la intensificación de los órganos corporales recuerdan al Baselitz de los sesenta. Pero los cuadros de Stammel tienen el contrapunto de los ojos cuyos reflejos son guiños trasparentes. Poder hipnótico de unas retinas que ejercen el importante papel de imantar serenidad. Son como pozos de agua clara que se oponen al magma de la carne.
Con enfoques y desenfoques, objetividades y subjetividades, la artista nos sitúa entre la materia cruda y la objetiva presencia del contorno. Cada figura siempre ocupa el centro y está a la misma distancia. Si no fuera por las deformidades, las composiciones recuerdan a las estructuras minimalistas de las grandes fotos carnet de Thomas Ruff al mostrar, por ejemplo, a sus compañeros de la academia de Dusseldorf.
Las masas interiores a veces parecen carne tumefacta, habitada de excesos y repleta de problemas. Stammel ve en profundidad. Huye de las armonías fáciles y ofrece una acción sobre-motivada. Va más allá de las apariencias y provoca el extrañamiento de la interpretación personal. Nada de pasividad sensorial, sino la activa valoración de cada motivo.